lunes, enero 16, 2012

QARAFA, MON AMOUR


Emilio, bajando por la escalerilla del avión, encendió el móvil y ya en el suelo leyó aquel mensaje que le cambiaría la vida. Le pedían que pasase por el Instituto Anatómico Forense para identificar un cuerpo que podría ser el de su madre, y en ese instante sintió que su sangre se coagulaba, dejándolo anclado sobre aquel pavimento rugoso e indiferente. En una sala fría y azul perdió luego la cordura al ver el cadáver de su madre brutalmente acuchillado y de ahí, sin solución de continuidad, al hospital psiquiátrico que su familia había contribuido a mantener como benefactora mucho tiempo atrás.

Siendo un niño de ojos aguamarina y carácter apocado, había sufrido la burla de sus compañeros de colegio y en el parque la mirada de desprecio de todos por ser hijo de madre soltera. Había nacido fruto de una pasión arrolladora entre una joven de buena familia y un hippie llegado de la América progresista. Nadie pudo obligar a aquel rubio de pelo largo y habla extraña a contraer matrimonio, que para cuando las señales de maternidad comenzaron a ser evidentes, se evaporó como una nube en un cielo de verano. Durante aquel año de reclusión, resguardado del dolor en el regazo de los fármacos, rememoró aquellos veranos en la elegante casa que miraba al mar con altivez a través de las palmeras, las tardes de sol sintiendo el tacto cálido y reparador de la mano maternal, las noches eternas escuchando las canciones de un grupo americano que ella ponía en el tocadiscos una y otra vez; un ciclo que cerró la mirada orgullosa de aquella admirable mujer cuando se graduó “cum laude” en la Facultad. Emilio la adoraba sin límites.

Después de un año de aislamiento, largas sesiones de terapia, el abandono de su novia de siempre, y un buen coctel de fármacos que le dejaron el hígado espeso y la cuenta bancaria encogida, pasó por la casa de su madre y recogió algunas de sus pertenencias personales. Luego cerró la puerta para siempre y puso en venta la vieja mansión familiar de las palmeras. No pudo esclarecerse quien había cometido aquel horrible asesinato, y finalmente su abogado le comunicó que la causa se había archivado.

Cuando abrió aquellas cajas encontró el cuaderno de tapas rojas, bordes gastados, y esa letra pequeña y cuidada de su madre. Allí descubrió otra versión de ella, un mundo al que nunca fue invitado. Leyó con voracidad las páginas de aquellos relatos estremecedores: su madre había conocido la bohemia y sus noches, había tratado con pintores, escritores y músicos que estaban a la vanguardia del arte; personajes oscuros y llenos de aristas, habitantes del alcohol, la cocaína y la disipación. Supo también que había dilapidado una fortuna en fiestas y amaneceres cuajados de vahídos y resaca. Allí, entre la brillantez y el desasosiego de una vida acelerada, creyó encontrar un vínculo, un anzuelo largo y afilado, que le llevaría ante quien asesinó a su madre. Contrató un detective privado, le facilitó fotos y una copia del cuaderno de tapas rojas. Durante semanas fue recibiendo los informes de aquel hombre meticuloso y detallista, hasta que dio con la pieza que faltaba. Abonó su minuta y le pidió que abandonase. Había encontrado una pista e iba a seguirla solo hasta el final.

Nunca supo qué extraño mecanismo había saltado dentro de su cabeza, o porqué se conectaron aquellas neuronas que siempre estuvieron dormidas. La primera noche tras la vorágine, mientras se frotaba los restos de sangre reseca en la ducha, se sintió orgulloso y nada culpable por el verdugazo de deseo malsano que sacudió su ser adormecido al contemplar el cuerpo muerto y aún caliente de aquella mujer que había gritado y suplicado por su vida. La acarició y la desnudó mientras en el pliegue más oscuro de su mente se desencadenaba una infecta urgencia por poseerla, por abrir su coño depilado y entrar en ella con una grosería acelerada y salvaje.

La había apuñalado muchas veces, no contó cuantas, como si un dique levantado durante mucho tiempo se hubiese roto, dejando escapar a borbotones un odio antiguo y opresor. No sintió ningún remordimiento al acuchillar a esa mujer que había asesinado a su madre para después copiarla, rota, desmembrada, pero aun hermosa, en aquel enorme cuadro que presidía su dormitorio. Luego acuchilló con saña el lienzo de aquella imagen que tanto le hería, rojo y carne, que ocupaba toda la pared. Descolgó el lienzo hecho jirones y lo arrojó al suelo, mientras una sensación de paz le traspasaba la piel. Durante un breve instante sopesó cuáles serían los mejores pasos a dar para deshacerse del cadáver de una forma discreta. Fue entonces cuando, huésped ingrávido en aquella habitación devastada, al reparar en la silueta que se enfriaba sobre la cama, aquel deseo malsano e incontrolado surgió de lo más profundo de sus entrañas.

La penetró una y otra vez, sintiendo a cada embate un placer creciente, salvaje y primitivo; un placer distinto y pleno que ninguna mujer le había procurado jamás. Al despertar a la mañana siguiente sabía que lo conveniente era marcharse de allí, borrar las pruebas de su presencia, quizás ocultar el cadáver, pero cuando la miró de nuevo, tan desamparada y pálida, supo que se engancharía a ese placer hasta el final de sus días. La boca, de labios casi blancos, era una invitación para su polla, que rozaba y acariciaba aquella piel fría y suave hasta que la cubría de un semen cada vez más líquido. Para lubricar la vagina, ya seca y un poco agrietada, utilizaba uno de los carísimos cosméticos que encontró en el baño. Fue la diminuta uña del dedo meñique la que, entrando con delicadeza en su uretra, reconstruyó aquel placer sin descripción posible de cuando, siendo adolescente, colocó una mosca sin alas sobre su glande. La follaba sin freno hasta que, agotado, se quedaba dormido sobre aquel cuerpo frío. Al despertar le atormentaba un deseo insumiso y fiero que sólo calmaba si la poseía de nuevo. Durante una semana acarició, lamió, violó y se corrió sobre aquel cuerpo que, contra toda lógica, había empezado a amar. Hasta que la descomposición se impuso a su gula.

En el Cairo, a la puerta de la casa chata y ardiente de la familia Zaruk, reburujado en el pastoso olor a muerte del cementerio de Qarafa, un hombre rubio, de ojos aguamarina, lee nostálgico, en un periódico de Barcelona ya muy manoseado, un reportaje sobre el asesinato y las prácticas necrológicas perpetradas sobre el cuerpo de una famosa pintora hiperrealista. 

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