Emilio, bajando por la
escalerilla del avión, encendió el móvil y ya en el suelo leyó aquel mensaje
que le cambiaría la vida. Le pedían que pasase por el Instituto Anatómico Forense
para identificar un cuerpo que podría ser el de su madre, y en ese instante
sintió que su sangre se coagulaba, dejándolo anclado sobre aquel pavimento rugoso
e indiferente. En una sala fría y azul perdió luego la cordura al ver el
cadáver de su madre brutalmente acuchillado y de ahí, sin solución de continuidad,
al hospital psiquiátrico que su familia había contribuido a mantener como
benefactora mucho tiempo atrás.
Siendo un niño de ojos aguamarina
y carácter apocado, había sufrido la burla de sus compañeros de colegio y en el
parque la mirada de desprecio de todos por ser hijo de madre soltera. Había
nacido fruto de una pasión arrolladora entre una joven de buena familia y un
hippie llegado de la América progresista. Nadie pudo obligar a aquel rubio de
pelo largo y habla extraña a contraer matrimonio, que para cuando las señales
de maternidad comenzaron a ser evidentes, se evaporó como una nube en un cielo
de verano. Durante aquel año de reclusión, resguardado del dolor en el regazo
de los fármacos, rememoró aquellos veranos en la elegante casa que miraba al
mar con altivez a través de las palmeras, las tardes de sol sintiendo el tacto
cálido y reparador de la mano maternal, las noches eternas escuchando las canciones
de un grupo americano que ella ponía en el tocadiscos una y otra vez; un ciclo
que cerró la mirada orgullosa de aquella admirable mujer cuando se graduó “cum
laude” en la Facultad. Emilio la adoraba sin límites.
Después de un año de aislamiento,
largas sesiones de terapia, el abandono de su novia de siempre, y un buen
coctel de fármacos que le dejaron el hígado espeso y la cuenta bancaria
encogida, pasó por la casa de su madre y recogió algunas de sus pertenencias
personales. Luego cerró la puerta para siempre y puso en venta la vieja mansión
familiar de las palmeras. No pudo esclarecerse quien había cometido aquel
horrible asesinato, y finalmente su abogado le comunicó que la causa se había
archivado.
Cuando abrió aquellas cajas
encontró el cuaderno de tapas rojas, bordes gastados, y esa letra pequeña y
cuidada de su madre. Allí descubrió otra versión de ella, un mundo al que nunca
fue invitado. Leyó con voracidad las páginas de aquellos relatos estremecedores:
su madre había conocido la bohemia y sus noches, había tratado con pintores,
escritores y músicos que estaban a la vanguardia del arte; personajes oscuros y
llenos de aristas, habitantes del alcohol, la cocaína y la disipación. Supo
también que había dilapidado una fortuna en fiestas y amaneceres cuajados de vahídos
y resaca. Allí, entre la brillantez y el desasosiego de una vida acelerada,
creyó encontrar un vínculo, un anzuelo largo y afilado, que le llevaría ante
quien asesinó a su madre. Contrató un detective privado, le facilitó fotos y
una copia del cuaderno de tapas rojas. Durante semanas fue recibiendo los
informes de aquel hombre meticuloso y detallista, hasta que dio con la pieza
que faltaba. Abonó su minuta y le pidió que abandonase. Había encontrado una pista
e iba a seguirla solo hasta el final.
Nunca supo qué extraño mecanismo
había saltado dentro de su cabeza, o porqué se conectaron aquellas neuronas que
siempre estuvieron dormidas. La primera noche tras la vorágine, mientras se
frotaba los restos de sangre reseca en la ducha, se sintió orgulloso y nada
culpable por el verdugazo de deseo malsano que sacudió su ser adormecido al
contemplar el cuerpo muerto y aún caliente de aquella mujer que había gritado y
suplicado por su vida. La acarició y la desnudó mientras en el pliegue más
oscuro de su mente se desencadenaba una infecta urgencia por poseerla, por
abrir su coño depilado y entrar en ella con una grosería acelerada y salvaje.
La había apuñalado muchas veces,
no contó cuantas, como si un dique levantado durante mucho tiempo se hubiese
roto, dejando escapar a borbotones un odio antiguo y opresor. No sintió ningún
remordimiento al acuchillar a esa mujer que había asesinado a su madre para
después copiarla, rota, desmembrada, pero aun hermosa, en aquel enorme cuadro
que presidía su dormitorio. Luego acuchilló con saña el lienzo de aquella
imagen que tanto le hería, rojo y carne, que ocupaba toda la pared. Descolgó el
lienzo hecho jirones y lo arrojó al suelo, mientras una sensación de paz le
traspasaba la piel. Durante un breve instante sopesó cuáles serían los mejores pasos
a dar para deshacerse del cadáver de una forma discreta. Fue entonces cuando, huésped
ingrávido en aquella habitación devastada, al reparar en la silueta que se
enfriaba sobre la cama, aquel deseo malsano e incontrolado surgió de lo más
profundo de sus entrañas.
La penetró una y otra vez, sintiendo
a cada embate un placer creciente, salvaje y primitivo; un placer distinto y
pleno que ninguna mujer le había procurado jamás. Al despertar a la mañana
siguiente sabía que lo conveniente era marcharse de allí, borrar las pruebas de
su presencia, quizás ocultar el cadáver, pero cuando la miró de nuevo, tan
desamparada y pálida, supo que se engancharía a ese placer hasta el final de
sus días. La boca, de labios casi blancos, era una invitación para su polla,
que rozaba y acariciaba aquella piel fría y suave hasta que la cubría de un
semen cada vez más líquido. Para lubricar la vagina, ya seca y un poco
agrietada, utilizaba uno de los carísimos cosméticos que encontró en el baño. Fue
la diminuta uña del dedo meñique la que, entrando con delicadeza en su uretra,
reconstruyó aquel placer sin descripción posible de cuando, siendo adolescente,
colocó una mosca sin alas sobre su glande. La follaba sin freno hasta que, agotado,
se quedaba dormido sobre aquel cuerpo frío. Al despertar le atormentaba un
deseo insumiso y fiero que sólo calmaba si la poseía de nuevo. Durante una
semana acarició, lamió, violó y se corrió sobre aquel cuerpo que, contra toda
lógica, había empezado a amar. Hasta que la descomposición se impuso a su gula.
En el Cairo, a la puerta de la casa
chata y ardiente de la familia Zaruk, reburujado en el pastoso olor a muerte
del cementerio de Qarafa, un hombre rubio, de ojos aguamarina, lee nostálgico, en
un periódico de Barcelona ya muy manoseado, un reportaje sobre el asesinato y las
prácticas necrológicas perpetradas sobre el cuerpo de una famosa pintora
hiperrealista.
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